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¡80 años del nacimiento de EDUARDO GALEANO!
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Hoy cumpliría 80 años nuestro querido Eduardo Galeano.

Lo recordamos leyendo sus textos más entrañables y te invitamos a sumarte al hashtag #Galeano en todas las redes para compartir cuales son tus historias favoritas. 

Acá te compartimos algunas de las nuestras: 
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La función del arte/2
El pastor Miguel Brun me contó que hace algunos años estuvo con los indios del Chaco paraguayo. Él formaba parte de una misión evangelizadora. Los misioneros visitaron a un cacique que tenía prestigio de muy sabio.
El cacique, un gordo quieto y callado, escuchó sin pestañear la propaganda religiosa que le leyeron en lengua de los indios. Cuando la lectura terminó, los misioneros se quedaron esperando.
El cacique se tomó su tiempo. Después opinó:
-Eso rasca. Y rasca mucho, y rasca muy bien.
Y sentenció:
-Pero rasca donde no pica.


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Por qué escribo/1 
Les quiero contar una historia que para mí fue muy importante: mi primer desafío en el oficio de escribir. La primera vez que me sentí desafiado por esta tarea.
Ocurrió en el pueblo boliviano de Llallagua. Yo pasé ahí un tiempito, en la zona minera. El año anterior había ocurrido la matanza de San Juan ahí mismo, cuando el dictador Barrientos fusiló a los mineros que estaban celebrando la noche de San Juan, bebiendo, bailando. Y el dictador, desde los cerros que rodean el pueblo, los mandó ametrallar. Fue una matanza atroz y yo llegué más o menos un año después, en el 68, y me quedé un tiempo gracias a mis habilidades de dibujante. Porque, entre otras cosas, siempre quise dibujar, pero nunca me salía demasiado bien como para que sintiera el espacio abierto entre el mundo y yo. El espacio entre lo que podía y lo que quería era demasiado abismal, pero se me daba más o menos bien para algunas cosas, como por ejemplo, dibujar retratos.
Y ahí, en Llallagua, retraté a todos los niños de los mineros e hice los carteles del carnaval, de los actos públicos, de todo. Era buen letrista, entonces me adoptaron y la verdad es que lo pasé muy bien en aquel mundo helado, miserable, con una pobreza multiplicada por el frío. Y llegó la noche de la despedida. Los mineros eran mis amigos, y entonces me hicieron una despedida con mucha bebida. Bebimos chicha y singani, una especie de grapa boliviana muy rica pero un poco terrible; y estábamos ahí celebrando, cantando, contando chistes, a cuál más malo, y yo sabía que a las cinco o seis de la mañana, no recuerdo bien, sonaría la sirena que los llamaría al trabajo a la mina, y ahí se acabaría todo, hora de decir adiós.
Cuando se acercaba el momento, me rodearon como para acusarme de algo. Pero no era para acusarme de nada, era para pedirme que les dijera cómo era la mar.
Dijeron: —Ahora dinos cómo es la mar.
Y yo me quedé un poco atónito porque no se me ocurría nada. Los mineros eran hombres condenados a la muerte temprana por el polvo de sílice en las tripas de la tierra. En los socavones, el promedio de vida en aquel tiempo era de 30, 35 años, y de ahí no pasaba. Sabía que ellos nunca verían la mar, que iban a morirse mucho antes de cualquier posibilidad de verla, ya que además estaban condenados por la miseria a no moverse de ese humildísimo pueblito de Llallagua.
Así que yo tenía la responsabilidad de llevarles la mar, de encontrar palabras que fuesen capaces de mojarlos. Y ése fue mi primer desafío como escritor, a partir de la certeza de que escribir, para algo, sirve. 

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El mundo
Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
Y a la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba,
la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
—El mundo es eso— reveló—.
Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.
 
No hay dos fuegos iguales.
Hay fuegos grandes y fuegos chicos
y fuegos de todos los colores.
Hay gente de fuego sereno que ni se entera del viento,
y gente de fuego loco que llena el aire de chispas.
Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman;
pero otros, otros arden la vida con tantas ganas
que no se puede mirarlos sin parpadear,
y quien se acerca, se enciende.
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El viaje
Oriol Valls, que se ocupa de los recién nacidos en un hospital de Barcelona, dice que el primer gesto humano es el abrazo. Después de salir al mundo, al principio de sus días, los bebés manotean, como buscando a alguien.

Otros médicos, que se ocupan de los ya vividos, dicen que los viejos, al fin de sus días, mueren queriendo alzar los brazos.

Y así es la cosa, por muchas vueltas que le demos al asunto, y por muchas palabras que le pongamos. A eso, así de simple, se reduce todo: entre dos aleteos, sin más explicación, transcurre el viaje.
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